domingo, 23 de noviembre de 2008

China




Hangzhou


















La Gran Muralla














El Templo del Cielo












Shanghai













El Palacio de Verano














La Ciudad Prohibida












lunes, 17 de noviembre de 2008

Cantando bajo la niebla china



Los Chinos cantan, y no digo más ná. A solas y en grupo. Ópera, karaoke o canciones tradicionales. En los parques, en las plazas, en los restaurantes. Cantar es un aspecto fundamental de su cultura, hasta figura como asignatura obligatoria en los planes de estudio escolares. Y todos cantan estupendamente. No entienden, por ejemplo, el concepto occidental de ir a un karaoke para descojonarte de lo bien o mal que canta la gente. En China la música se vive y se comparte con una solemnidad que yo jamás sospeché.

Visitas turísticas obligadas al Templo del Cielo o a la Montaña del Carbón quedan de pronto relegadas a un segundo plano. Las pagodas y los templos son alucinantes, claro, pero lo mejor es ver a los Chinos haciendo sus cosas: caminar de espaldas para vivir más y protegerse del Alzheimer; paseando pájaros en jaulas para que les de el aire y así canten más contentos; se juntan para practicar taichi o diversos estiramientos; ensayan coreografías, tocan instrumentos y, sobre todas las cosas, cantan.

Llega alguien con un cachivache que aúna en su ser un altavoz, un micrófono y un karaoke, se planta donde sea y se pone a cantar. Enseguida el público que se congrega a su alrededor forma un corro de varias filas y el/la/los cantantes les cautivan con una canción tras otra.

También hay quien canta ópera, y quien saca un micrófono a pilas del bolso y se arranca a cantar a pelo. Es genial. Tengo unos vídeos que no tienen precio, como una resaca en Shanghai a base de sambucas.

La otra noche mi amiga y sus compis me llevaron a cenar a un restaurante tibetano al que van mucho porque el precio es positivo, la carne de yak es harto sabrosa y además hay espectáculos durante la cena. Pero esa noche en cuestión se celebraba allí el cumpleaños de una Tibetana Moderna y Desviada que había juntado a no menos de cincuenta personas. Sus invitados iban llegando y le ofrecían regalos que ella acumulaba en un rincón, pues abrir los regalos a la vista de todos está considerado un acto de avaricia brutal.

Nuestro yak no defraudó, a pesar de los múltiples cartílagos. Las canciones y bailes tibetanos se sucedían en una atmósfera de opulenta animosidad. Y de pronto la Tibetana Moderna y Desviada se subió al escenario, enganchó el micro y soltó una parrafada de varios minutos que, obviamente, no comprendí. Entonces se reunieron con ella en el escenario otras dos Tibetanas Fashion que también hablaron por los codos vete tú a saber de qué. Los invitados, y nosotras, aplaudíamos sin parar, hasta que sin previo aviso (o quizás sí avisaron) las tres tibetanas se pusieron a cantar de puta madre, a tres voces y con una coreografía sosa cual cualquier comida preparada por mí (es que no le pongo sal a nada). Una canción siguió a otra y luego un invitado siguió a otro. Todos salieron a cantar. Mi Amiga quería entonar el Dancing Queen, pero nadie nos invitó a hacerlo.

En algún momento alguien de los nuestros creyó reconocer una de las canciones que las tibetanas cantaban, y tras una investigación fructífera nos enteramos de que sin saberlo estábamos asistiendo al cumpleaños de una cantante muy famosa por estos lares. Y para la ocasión ella y su grupo deleitaban a sus amigos de la farándula oriental con sus greatest hits. Por supuesto les pedimos un CD, nos hicimos mil fotos con ellas y nos dieron sus números de móvil. Al día siguiente se marchaban de gira por todo el país y parecían muy contentas de habernos conocido.

Me faltan muchas fotos, tiempo al tiempo que estoy muy lejos... ¿de dónde?...

sábado, 8 de noviembre de 2008

Lo peor que te puede pasar al cortarte el pelo y aborrecer tu nueva imagen es irte de viaje




Y es que hay fotos que ni la mejor Cara Sénsual (o Sensual Face) es capaz de enmendar. En ocasiones soy frívola... y lo acepto.

Estoy en Beijing. Yo nunca había salido de Europa (salvo aquella vez que fui a Túnez en el viaje de fin de carrera, pero no lo recuerdo bien: el alcohol es negativo. Incité a una chica al suicidio - nada le pasó - montamos en camello y me disfracé de Leticia Ortiz Rocasolano visitando el cristo de Medinacheli). De modo que volar tantas horas por vez primera fue emocionante. Al blog pongo por testigo que jamás volveré a utilizar un aeropuerto londinense que no sea Heathrow. Se llega en metro y no tienes que levantarte a las 2 de la mañana para coger un autobús infernal que cuesta harto y tarda dos horas en llegar a Luton, Gatwick o Stansted. ¡Nunca Mais!
De London-Heathrow volé a Helsinki, cuyo aeropuerto es caro a más no poder (casi 10 euros por unos tampones). Tenía cinco horas de espera hasta el siguiente vuelo, pero pregunté a varias gentes y todos coincidieron en que no tenía tiempo de ir a descubrir la bella capital finlandesa. Sólo era media hora en autobús pero justo era rush hour y los atascos estaban asegurados. Menuda mierda, pensé yo.
Así que vagué cinco horas por ese aeropuerto. Por cierto que anocheció a las tres y cuarto... ¡y a mí que se me caía el alma al piso cuando en Edimburgo se hacía a oscuras a las tres y media! Estamos hablando de quince minutos menos de luz. Prefiero la muerte a pellizcos.
En el último momento el Dueño de la librería me dejó The Third Policeman (Flann O'Brien) y durante la espera agotadora pasaba de ese libro - ya lo comentaré cuando lo acabe, pero debo adelantar que todo libro en el que un personaje está enamorado de una bicicleta debería ser imperativo - a la Lonely Planet de China. Confieso que hasta ese momento no había pensado mucho en el viaje. Había leído cosillas sobre Beijing, pero voy a estar en este país 20 días y de pronto descubrí que puedo ir a Vladivostock. Mi emoción no conoce las fronteras. También el Dueño y Polaca II (parejita feliz) me regalaron por mi cumple un cuadro inmenso de Marilyn Monroe que, al igual que el movimiento de placas tectónicas o la genética, jamás comprenderé. A pesar de la indignación comprensible y totalmente justificada de mis cinco flatmates he acomodado semejante bodrio artístico en el cuarto de baño con jacuzzi.
El vuelo Helsinki - Beijing fue una paliza de casi nueve horas en las que no pude dormir porque la China de delante lo primero que hizo fue reclinar su respaldo de modo que mi incomodidad era absoluta, y además en cada asiento había pantallitas individuales con una selección de pelis, documentales y series nada escasa. Lo único que no funcionaba era el canal de la BBC, por lo que no me enteré de la victoria obamanesca hasta mucho después. Sin embargo, que hubiera mucha oferta no significa que hubiera calidad. Tras un breve análisis me decanté primero por Indiana Jones IV (perjudicial: doblaje mexicano - a Indy le llaman Jonsitos - y hay extraterrestres y platillos volantes... ¿por qué, Steven, por qué?) y después Sexo en Nueva York, la película (sin comentarios). Luego intenté dormir pero la China y su comodidad me lo impedían. Me dediqué entonces a mirar por la ventana para gozar de un documental en directo de paisajes mongoleños y chinos, desierto del Gobi incluido.
Llegué a Beijing a las 10 de la mañana, poco después del momento MANI: Masilla Amarilla No Identificada que hacía las veces de tortilla chunga. Fue curioso, a la par que asqueroso, cómo pocos minutos después de que las Azafatas Finlandesas sirvieran tan rico "desayuno"el ambiente comenzara a oler sospechosamente a infierno pedorril (a quien no se le escapara uno que tire la primera piedra) y las colas para hacer uso de cualquiera de los múltiples baños parecieran no tener fin.
Mi amiga consideró que lo mejor sería irme a dormir cuando tocaba, y no en ese momento como a mí me hubiera gustado. Por algún extraño motivo me hacía ilusión tener jet lag, y me cago en su madre, en su otra madre y en el juez que las casó. Por fin me desplomé en la cama 35 horas después de haberme levantado, aunque en realidad sólo eran menos ya que en Londres eran las dos de la tarde y no la hora de dormir china.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Flann O' Brien

En la bookshop podemos llegar tarde, coger dinero prestado de la caja y devolverlo (o no), tocarnos las narices, llamar a China, contestar mal a los clientes... El Dueño goza repitiendo que está encantado de volver a sentirse un anarquista, porque durante muchos años tuvo un trabajo estable como psicólogo y olvidó sus ideales de juventud.

Sin embargo, hay una regla inviolable, una sola: ningún libro de Flann O'Brien puede ponerse a la venta. Es el escritor preferido del Dueño y aspira a tener la mayor y mejor colección obrienesca del mundo.

Debo reconocer que yo nunca había oído hablar de él, y el Dueño, al enterarse de este lamentable asunto, no daba crédito: "¡¿Entonces jamás has leído The third policeman?!" me preguntó angustiado.





Por supuesto desde ese momento El tercer policía está en todas mis listas de libros para leer con la prontitud que merecen. Las listas cambian cada dos días, cada vez que descubro alguno que necesito leer YA. Y a esto súmale que el Dueño siempre dice "Sí, sí", pero a la hora de la verdad siempre consigue encontrar alguna excusa por la que justo ese día no le viene bien que te lleves prestada alguna de las 7732 copias que guarda en una estantería secreta.

Lo curioso es que estaba el otro día viendo Lost (sí, he vuelto a engancharme, ¿qué pasa?) y en un capítulo se ve a Desmond, el escocés con visiones futurísticas y charlie-mortales, leyendo ese mismo libro. Al día siguiente se lo conté al Dueño y me dijo que ya lo sabía, que él no ve esa serie pero que eso no le impidió enterarse de lo solicitadísimo que de pronto se volvió su libro favorito después de que televisaran por primera vez ese capítulo (es de la segunda temporada). Parece ser que el libro y la historia de Lost tienen mucho que ver.
Mi intención de llevarme una copia para leer durante mi viaje inminente a China (me voy este martes, día electoral, puta la gracia que me hace) se vio truncada, cómo no, porque el Dueño teme que algún chino malvado me robe su tesoro. Así que al final me llevo diversas guías sobre Beijing y China, El buen soldado Sveijk (Jaroslav Hasek), Absurdistán (Gary Shteyngart) y Homage to Catalonia (Orwell). Aunque mañana trabajo y espero encontrar alguna sorpresa de última hora, como la que encontré ayer y que he devorado esta mañana a pesar de la resaca brutal tras el fiestón de anoche (era mi cumple: mucha cerveza pero poca diversión): la autobiografía del mismísimo Paul Auster.
Creo que ya he comentado lo encandilada que me tuvo este señor al principio de conocerle, y cómo catorce libros después me aburre harto, porque se repite cual ajo pocho y ya no cuela, flipao.
La autobiografía, no podía ser de otra manera, parece una novela de ficción austeriana más. Y es que Paul es lo más. Estoy un poco tristona y no me apetece explayarme.